EL CAFÉ

Queridos amigos,

El tema de hoy es el café. Cáliz de mis nervios, néctar de mis desvelos. Estoy en Kenya que es un país de café. Paseo las playas blancas que son un “Qué no daría yo”. Ayer iba corriendo por la arena al atardecer, ágil como esas mujeres tan esbeltas que salen en las portadas de la revista Sport Life, mujeres de los grupos que sigue Silvia Taulés . Entre las algas y la arena pequeños caparazones se movían bajo mis pies, suguiendome, guíandome celebrando mis zancadas con alegría. Diminutos amiguitos.

Mi carrera se vio turbada cuando apercibí un enorme perro corriendo tras de mi raudo y feroz. Presa del pánico, no tuve mejor idea que sumergirme en el agua para que no me atacase, así me salvé. El perro me miraba con sus ojos rojos de Profecía desde la orilla. El negrito que lo pasea vino a llevárselo. Cosas terribles suceden en las playas, bien lo sé. Cuando el perro se marchó me di cuenta de que mi móvil se había visto sumergido en la ola. Al encenderlo, el perro ladraba dentro de la pantalla, como Alaska me miraba fijamente dentro del youtube el otro día. Oh aparatos electrónicos  ¿Cuál es el porqué de esta determinación en volverme loca? ¡Qué misterioso fantasma hecho de pura maldad se ha adentrado en los circuitos de mi celular! Conmocionada me quedé un momento sentada en la arena, desnuda. Cómo el adolescente de ese famoso cuadro del romanticismo, de Delacroix. El hombre tiene derecho a su imagen. Yo vi la mia entrar en el mar y reflejarse bajo la espuma. Era la imagen de un Javier Cámara fondón y calvo. Reloj te suplico no marques las horas, reloj voy a enloquecer.

Me iré al mar con mi soledad: gorda pálida sola,  y nadando con torpeza poemas nuevos iré a buscar. En la tierra a nadie querré, nadie me querrá.

No quiero ser pesada. De verdad. Os dejo con los chicos.

Rose Kennedy.

                                                   Un café detrás de otro


UNA MAÑANA DE PRIMERO DE BUP, antes de ir al instituto, me tomé mi primer café. “El café engorda menos que el Nesquik”, dije. Mi madre me miró y me dijo “Tú eres tonto” y le dio un sorbo a un tazón lleno hasta arriba de café negro con sacarina y All Bran de Kellogg’s.
Me aficioné al café. Tomaba café por la mañana, tomaba café al medio día y tomaba café por la tardes. Por las tardes el café era una excusa perfecta para salir de la habitación y no hacer los deberes. Antes de un examen me iba a dormir pronto sin saberme nada, y me despertaba temprano con una taza enorme y amarga de café negro y frio que había dejado junto a la mesilla de noche el día anterior.
Mis padres me dejaron solo un verano, yo tomaba café. Apenas salía, apenas estudiaba, tomaba café. La casa olía tan mal que pensaba que un perro callejero se había metido dentro, y yo venga a tomar café. El olor era tan fuerte que una noche soñé que jugaba con él y que se llamaba Pulgas. Mis padres adelantaron en un día su regreso de vacaciones. Se encontraron la casa llena de tazas de café, tazas vacías y tazas llenas de cafés perdidos, abandonados, que acumulaban moho.
Mi padre me echó la bronca, mi madre se puso a llorar.
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ME PONE NERVIOSO el café de los bares de ahora que te sirven con una galletita, ese que el camarero te echa tirando la espuma de la leche con impostado refinamiento. “No me eche espuma caballero que esto es El Clot, no la plaza de San Marcos”, dan ganas de decirle. Está bueno, lo acepto, es un sabor calculado, agradable y artificial, como el de los sanwiches “Rodilla”. Ese rollo. Para cada día prefiero el café malo. Como los cafés de la cafetería del metro, que tiraban a la barra aquellos dos gemelos culturistas a los que durante unos años vi cada día. Cafés que huelen a aceite frito y a la grasa del jamón. ¿Recuerdas el café de filtro sucio de la facultad? en vaso largo de café, siempre largo, muy largo, con ese sabor a ceniza y fregadero. Nos pasábamos las tardes hablando, tomábamos nuestro último café a las ocho de la noche cuando cerraba el periódico -“quiero estudiar por la noche” decíamos cómo excusa, cuando en realidad lo que pasaba es que no queríamos separarnos, bueno, yo no quería separarme de él –. Después de acompañarle todo lo que podía, sentía de camino a casa esa excitación en mi cuerpo artificialmente despierto, esa falsa energía de las tardes de primavera, los golpes del corazón. Después de separarnos, no podía fijar la atención en nada, quería encontrármelo otra vez, lo cotidiano me resultaba insoportable y me daba ansiedad. Cada vez cogía un autobús diferente, andaba por la periferia, atravesando autopistas, dando largas caminatas, me perdía en la ciudad, compraba cosas, mandaba SMSs, me metía en las tiendas y en los quioscos, evitando a toda costa llegar a casa. Todo por salir un momento de la vida cotidiana y de sus límites. El café, los nervios, el ansia de una vida diferente. Hace unos meses nos vimos, quedamos a las ocho de la mañana en una cafetería de la calle San Bernardo. Pasamos el día juntos como hace mucho que no hacíamos. Nos metimos en Nebraska a esperar su entrevista de trabajo, resguardándonos del frío y tomando cafés.
(Anónimo)

Un café

A veces llegaba sin desayunar para poder servirme un café nada más llegar, el de ahí salía muy bueno. Bueno, en realidad llegaba, lo preparaba todo (luces, caja…) y cuando estaba lista me relajaba y me ponía un café, un café largo con un poco de leche, muy caliente. La pasta la tomaba más tarde.
Las señoras (y señores) me felicitaban muchas veces por lo bueno que me salía el café “es que este café es muy bueno” les decía yo, “y las manos, las manos son muy importantes “me halagaban.
Era lo que más me gustaba preparar, el café. Y tras decir esto se queda pensativa.
El día que me dijeron que me tenía que ir lloré mucho. Salí de la reunión y una lágrima que aguardaba desde hacía rató se atrevió a salir, después de aquella lágrima vino otra y otra y otra. Comencé a caminar sin rumbo, llamaba por teléfono y colgaba, no me apetecía hablar pero luego volvía a llamar. Y venga llorar y sonarme y llamar. Lloraba tanto, que me vino aquella especie de hipo que me venía siempre que lloraba cuando era pequeña.
¡Cuánto lloré! Me acuerdo que entré en un estanco y tooooooodos los esfuerzos por dejar de fumar, a la puñeta. Ese día volví a fumar, y lloré, lloré mucho. Entonces piensa que lloré rima con café.
El último día de trabajo fue muy raro. Parecía incluso que algunos clientes a los que hacía tiempo que no veía se hubiesen enterado por arte de magia y me hubieran venido a despedir para tomarse el último café que yo les serviría.
A media tarde mi jefe me dijo que estaba exenta de trabajar, que hoy puedes hacer lo que quieras. Pero yo quería trabajar. Terminaba mi día a día al que me había acostumbrado, con mis compañeros y con los clientes, terminaban las luces, los lavabos, las bromas, las risas y las broncas. Terminaba un ciclo, un ciclo que había intentado alargar al máximo. Sabía que aquello no era para siempre. Como si se tratase de una pared que cada vez se acercaba más a mi para quitarme espacio, yo la aguantaba con las dos manos y con todo el cuerpo hacía fuerza, la pared avanzaba y mis pies se arrastraban al ritmo del tiempo, el tiempo que pasé allí, y que tenía que acabar para obligarme a tomar decisiones que al contrario del café, todavía no he tomado.

Hoy ha hecho una visita al lugar que durante dos años ocupó su rutina. Ya no hay cafetera, hay una máquina de café que funciona con monedas. Un compañero de trabajo le ha dicho que ese café es muy bueno. Ella ha pensado que si, que la marca es buena, pero que a la máquina no le puedes pedir si quieres la leche caliente, o si el cortado lo quieres manchado o con mucha leche, y tampoco le puedes explicar que cuando eras pequeña viste desde la ventana del internado, en camisón, como Machín tocaba en la plaza la de Dos gardenias para ti. Entonces ha bajado la cabeza y ha dicho sin que nadie la escuche la vida, a veces, es más amarga que el café.

Anna